Pero ya nada sería igual. Desde que, por primera vez, sus manos sintieron las lágrimas brotando de sus ojos al sentir su mano. Desde que el rubor de sus mejillas se tornó morado. Desde que los ojos de ella le observaban con miedo, en vez de con amor. Desde que su cuerpo inerte le observa desde el suelo del salón, rodeado de los cristales rotos de la botella que, minutos antes, encontró en su sien la diana perfecta en un tiro que no la buscaba. Y allí, en mitad del salón, la culpa se mezcló con su soledad. Una compañera que ya jamás le abandonaría.